terça-feira, 7 de outubro de 2008

ÉTICA DEL BIEN COMÚN Y LA RESPONSABILIDAD SOLIDARIA

Ética del bien común y de la responsabilidad solidaria

Carlos Molina Velásquez*
carlosmolinavelasquez@hotmail.com

Resumen
Este artículo es una aproximación a los planteamientos teóricos de Franz Hinkelammert, mediante los cuales podríamos fundamentar filosóficamente una ética del bien común y de la responsabilidad solidaria. Partiendo de la necesidad de un humanismo abierto, material e historizado, el autor de este trabajo analiza las propuestas éticas del filósofo alemán, mostrando algunas claves de interpretación que contribuirían a pensar de manera renovada los derechos humanos, los proyectos sociales alternativos, y las apelaciones que hacemos a nuestras obligaciones y a nuestra libertad.

Se ha vuelto costumbre que al surgir problemas en la sociedad, sean estos económicos, sociales, culturales o políticos, más de alguno proponga que deba procederse según las reglas de la moral o los consejos de la ética. El Salvador no es la excepción, así que vemos que abundan quienes hablan de valores y principios, de códigos y reglas. No obstante, es raro encontrar propuestas suficientemente articuladas y, más aún, adecuadamente justificadas. En este artículo, quiero proponer unas ideas que podrían abonar a una mayor comprensión de nuestras apelaciones a la ética, basándome en los planteamientos del filósofo alemán Franz Josef Hinkelammert (1931). Éste nos exhorta a emprender la tarea de construir un nuevo humanismo que parta del reconocimiento de la conflictividad entre los cálculos instrumentales —individuales, colectivos, pero sobre todo institucionales— y los valores fundamentales para la vida humana, aunque sin dar la espalda a dicha conflictividad ni poniéndola entre paréntesis. Al contrario, se trata de asumirla y superarla creativamente. Pero, esta superación no debería entenderse como si se tratara de “crear nuevos valores” o de “recuperar los perdidos”, como usualmente se señala. Más bien, se trata de que una apuesta por la ética del bien común transforme los valores de la sociedad. Esto lo podemos ver, por ejemplo, en el caso del valor de la solidaridad:
“La solidaridad no puede ser el valor central de esta ética. Tiene que ser, más bien, una ética de la vida. Con ella aparecen los valores que únicamente pueden ser realizados por una acción solidaria y que por tanto implican la solidaridad” (En CST, p. 326)[1].
Estos valores que “aparecen” pueden ser comprendidos como valores “de por sí”, en el sentido de que son los que posibilitan la existencia de todos los demás. Nos referimos a ellos usando expresiones como “el valor de la vida” o “la opción insobornable por la protección de la dignidad humana”, pero con ello no hacemos más que poner un referente básico, sobre el cual podemos luego organizar prácticas individuales o colectivas. Y es sólo a partir de ellos que la solidaridad se convierte a su vez en un valor “de por sí”, pero en un sentido “derivado”, nunca como teniendo su base en sí mismo. Si esto último fuera el caso, se trataría de un valor absoluto, lo cual nos expondría a nuevos peligros o abusos. La razón clave de esto se encuentra en que la solidaridad es un valor ligado a su propia imaginación trascendental, es decir, a la construcción ideal que permite pensar y realizar actos solidarios, establecer relaciones construidas sobre la base de la solidaridad, etc. Ya que se tratan de valores solidarios, deben concretarse en objetos preferibles y acciones consecuentes con ellos. Pero nunca podrán “agotar” los diversos modos en que se realiza la vida humana ni convertirse en un estadio de su plenitud en la historia. Por eso, estos valores refieren siempre a la vida humana como criterio que sirve para interpelarlos.
Por otra parte, es posible interpretar la solidaridad de muchas maneras distintas (y esto es aplicable a muchos otros valores). Puede hablarse de solidaridad en una banda de gangsters o entre los miembros de un batallón de soldados con la misión de asesinar civiles indefensos. Es muy probable que militares golpistas —como sucedió efectivamente en el Chile de Pinochet— utilicen argumentos acerca de la solidaridad entre grupos de poder y ciertos sectores sociales, a fin de legitimar sus acciones. Pero lo que quiero destacar no es que estos argumentos sean burdas mentiras o pura retórica, sino que efectivamente estarían reflejando un uso plausible del término.
Hay un ejemplo muy concreto de esto. Cuando la ciudadanía salvadoreña reacciona ante los niños quemados por los cohetes y la pólvora navideña, y condena dicha actividad, no se niega que quienes defienden a los fabricantes de artilugios pirotécnicos sean solidarios con ellos y de una manera muy concreta. Sus vidas dependen de dicho negocio. No sirve argumentar que la solidaridad con los quemados es “verdadera solidaridad”, mientras que la preocupación por los fabricantes sólo lo es a medias o fruto de intereses inconfesables.
Lo que tenemos que reconocer es que estamos ante un conflicto que no puede resolverse dentro de los límites del mero compromiso con valores. Por ello es que Hinkelammert propone que la interpelación de los valores se efectúe a partir de una perspectiva antropológica abierta, la cual nos ayudaría a dirimir conflictos entre diversos grupos de “preferibles” (valores). Esto significa que deberíamos postular un principio fundamental de cualquier defensa de los valores, pero que no sea a su vez algo que podemos preferir nada más. Propiamente hablando, un “valor de por sí” sólo puede ser algo que es condición para cualquier elección posterior sobre valores. Dicho valor fundamental lo encontramos en la acción que garantiza la reproducción de la vida humana. Por ello, todos los valores deberían ser interpelados desde la constatación de que, en última instancia, deben estar en armonía con la vida humana.
Pero, ¿por qué debe ser esto así? Hay por lo menos dos problemas al respecto. En primer lugar, se nos podría decir que las personas ordenan sus actos en función de sus intereses —buscando ciertos valores, mientras rechazan otros— y que esto puede significar no sólo que pongan en peligro la vida de otros sino la suya propia. Por otra parte, ¿no es posible que debamos proteger la vida de unos segando la vida de otros, por ejemplo, cuando se trata de legítima defensa o guerra justa? La respuesta de Hinkelammert a estas cuestiones consiste en apelar a lo que subyace a ellas mismas. Por una parte, al apelar a nuestra condición de “sujetos de intereses” no podemos negar que, en el largo plazo, nuestras acciones no deberían producir nuestra propia desaparición, a menos que lo que efectivamente estemos buscando sea suicidarnos. Además, hay que indicar que al afirmar la vida humana no nos estamos refiriendo únicamente al individuo sino, más bien, a la “unidad corporal” que constituye la humanidad y a la percepción de que “este cuerpo que somos todos habita una misma casa”. La experiencia reciente de la globalidad de los problemas ecológicos y de la necesidad de entender los derechos humanos tomando en cuenta la globalización de los deberes para con la humanidad, son sólo algunas expresiones de la conciencia que se viene adquiriendo acerca de que la humanidad constituye una auténtica unidad[2].
Esta conciencia acerca de que los problemas que resultan de nuestras prácticas sociales tienen implicaciones nocivas —incluso para quienes se creen seguros detrás de bardas y muros de seguridad— nos lleva a sostener que la realidad misma nos impulsa a actuar según el parámetro moral que señala que debemos hacer a otros lo que queremos para nosotros mismos. Lo nuevo en esta recuperación de la “Regla de Oro” es que proviene de una constatación de hechos y de un tipo de opción radical: si queremos vivir, debemos garantizar la vida. Hinkelammert lo formula con la expresión “asesinato es suicidio”, que no es una síntesis de acciones ofrecidas a la experiencia de modo desligado o fragmentario, sino, más bien, una postulación de la realidad. En tanto “postulación”, determina el marco necesario para poder reflexionar sobre la misma experiencia. Es este realismo el que realiza la condena del acto que destruye toda posibilidad de convivencia: el asesinato. Así es posible formular un criterio básico de la ética: todos tenemos el deber de reproducir la vida humana y de procurar aquellas acciones que fomenten dicha reproducción. De esta manera, el postulado de la razón práctica (asesinato es suicidio) y el criterio fundamental de la ética transforman el valor de la solidaridad en “solidaridad-para” la vida plena de todos los seres humanos. Esto posibilita introducir consideraciones cualitativas —respeto de los derechos humanos y exigencia de unos deberes correspondientes— y no sólo cuantitativas —cálculo de utilidades y beneficios en el corto plazo. La solidaridad no puede ser una solidaridad sometida a cálculos de costo-beneficio que hacen caso omiso de consideraciones morales legítimas, pero tampoco puede ser “proclamada” como un valor abstracto (Cfr. CES, p. 34).
Por ello es que la solidaridad debe verterse en proyectos solidarios, que tengan como criterio esencial el de la reproducción de la vida plena de todos. Esto es, por supuesto, utopía, pero no entendiéndola como sociedad perfecta sino como utopía de convivencia, de no exclusión, de superación de la lógica de la institucionalización y los automatismos (Cfr. CPC, p. 280-282). Hay que pensar la alternativa en clave utópica, no únicamente porque lo que se pretende realizar señala a lo imposible, sino porque eso imposible —utopía trascendental— surge como un marco general de reflexión y proyección de modos de organización social, pero orientados a la realización de alternativas factibles —utopías necesarias. Estas “utopías” son necesarias porque son indispensables para que podamos seguir viviendo todos. Pero también apuntan a la inevitabilidad de la condición humana, que nos recuerda constantemente nuestra falibilidad y nuestra precariedad. Son necesarias, pues implican un compromiso con acciones y formas de vida que se vuelven indispensables para que existan siquiera normas efectivas de convivencia, aún si estas no son en modo alguno perfectas. Así es que, aunque ya vemos la realización de dichas utopías —en proyectos sociales, económicos, culturales y políticos concretos[3]—, éstas no pueden ser concebidas si no es refiriéndolas a su contraparte trascendental, que se sitúa “más allá” de los límites de lo posible, “marcando” precisamente cuál será el horizonte de la realización humana.
Un proyecto alternativo será el que logra realizar modos de acción institucional y formas de vida que se oponen a la lógica imperante, la cual es indiferente a la destrucción de la humanidad[4]. Lo nuevo lo encontramos en la apuesta por una vida plena para todos, pero dicha apuesta no deberá confundirse con el seguimiento ciego de un automatismo que surja una vez derribado el anterior. No se trata de derribar “la maquinaria mercado” sustituyéndola por “el aparato Estado”. De lo que se trata, más bien, es de instituir formas de intervención subjetiva de los mecanismos que sean. Si bien éstos son inevitables, no deben ser dejados a sus anchas ni mucho menos subordinándolos a intereses que no corresponden a los fines legítimos buscados por el conjunto de los involucrados.
Ahora bien, será la misma práctica de los sujetos —de la mano de las ciencias sociales— la que determinará los modos concretos de toda ”intervención” de la lógica de los mecanismos institucionales. Los criterios prácticos deben orientarse según la postulación de la subjetividad como condición de realismo y no según el “realismo político” (Realpolitik), mero eufemismo para la reducción de la realidad subjetiva a calculabilidad objetiva[5]. Esto supone la tarea de recuperación de la ética, mediante la reformulación del universalismo de los principios orientadores de la acción social. El universalismo ético deberá partir de aquellos principios que ya se nos ofrecen como “universales”, aún si usualmente se los interpreta de manera reducida, invertida o mistificada. Según Hinkelammert, los derechos humanos son esos principios recuperables, pero sólo si se replantea la índole misma de su universalidad, desde una nueva concepción del bien común.

Hacia una reconstrucción subjetiva de los derechos humanos
Franz Hinkelammert es un autor conocido por sus incisivas críticas al discurso dominante sobre los derechos humanos. No obstante, él no considera que éstos sean inútiles ni perniciosos en sí mismos. Los derechos humanos son “conceptos”, mediante los cuales podemos tematizar las responsabilidades que adquirimos para con nosotros mismos y para con los demás. Los conceptos por sí solos nada hacen, pero pueden orientar prácticas y configurar a las mismas instituciones. No sólo eso, sino que los derechos humanos surgen y se desarrollan según se van realizando los cambios históricos, y a medida que los colectivos tienen éxito en imponer una visión de “lo humano” que favorezca a sus intereses. El pensamiento dominante actual ha “invertido” estos derechos, ya que los deriva de una concepción sustancializada de “persona”, la cual es constituida como soporte teórico e ideológico de instituciones e institucionalidades[6]. Específicamente, los derechos humanos tienden a interpretarse como derechos de la propiedad capitalista y de las relaciones mercantiles, los cuales se imponen por sobre los seres humanos “de carne y hueso”.
Frente a esta situación, Hinkelammert propone “recuperar” los derechos humanos desde un criterio subjetivo que ponga en el centro al sujeto corporal y al imperativo categórico que manda reproducir la vida de éste. Esta corporalidad, como lo hemos señalado antes, debe entenderse en el sentido de unidad corporal de la humanidad. La recuperación de los derechos humanos será, entonces, una respuesta al sujeto que grita desde su corporalidad. Otros autores han señalado esto, aunque sin explicar suficientemente el nexo entre el carácter corporal del sujeto y el hecho de que la reivindicación lo sea de todos. Por ejemplo, el teólogo brasileño Hugo Assmann[7] hace una reflexión acerca de la ética solidaria, señalando la conexión entre “una sociedad donde quepan todos” y “la vida corporal de todos”[8]. Según Assmann, la fuente de criterios de esta ética solidaria es la “corporeidad”[9]. O, más precisamente, “la dignidad inviolable de la corporeidad”[10]. Él se apoya en algunas ideas del filósofo italiano Umberto Eco, para quien la nota distintiva de toda ética es la respuesta que damos a los requerimientos de otros sujetos, los cuales, desde la corporeidad que comparten con nosotros, nos interpelan elevando un clamor que exige nuestro apoyo y ayuda[11].
Es importante señalar que la concepción de subjetividad sobre la que trabaja Hinkelammert tiene más éxito en situar teóricamente esta idea de corporalidad, ya que tanto en Assmann como en Eco no termina de distinguirse suficientemente al “sujeto” y al “individuo”, ni se razona demasiado por qué deberíamos encontrar evidente que se trata de una respuesta que debería incluir a toda la humanidad. Por el contrario, la propuesta del filósofo alemán nos ayuda a entender mejor a la subjetividad, ya que nos ahorra esa especie de apelación a principios pretendidamente evidentes (Assmann), así como las alusiones a cierta clase de experiencia supuestamente universal (Eco). Lo que nuestro autor propone para apoyar sus ideas es un postulado de la razón práctica, que por consiguiente es trascendental. La universalidad de la acción moral se funda en la postulación de la realidad desde la subjetividad: “asesinato es suicidio”. Es esta “fuerza” del argumento trascendental la que nos permite hablar de un criterio universal. La razón por la cual debemos trabajar por una sociedad en la que quepan todos es porque la consideración inaplazable acerca de los límites de nuestra acción nos refiere necesariamente a la unidad corporal de la humanidad[12].
Tenemos suficientes muestras de cómo el universalismo ético occidental —con su pretensión de acabar de una vez por todas con las “crucifixiones” y los “sacrificios” (“¡nunca más la guerra!”; “¡muerte a la barbarie!”)— tiende a generar una ideología de la muerte total. Es la política de las soluciones finales. El colonialismo esclavista, el holocausto judío, el aplastamiento de la Nación Palestina, el bombardeo de la ex Yugoslavia, la invasión de Afganistán e Irak, los bombardeos (recientes) en Somalia, las amenazas a Irán y a Corea del Norte. Son guerras de exterminio realizadas en nombre de la lucha contra los “salvajes”, los “infrahombres” o los “terroristas”. Las guerras van de la mano de la difusión y perpetuación de una peculiar visión de los derechos humanos. Se trata de hacer una “guerra total” para acabar con todas las guerras; una guerra cuyo carácter contradictorio e imposible denunciaría Carl Schmitt.
No obstante, la crítica no debería ser dirigida a los derechos humanos sin más, sino al esquematismo que identifica la lucha en favor de los derechos humanos con los intereses económicos de la elite estadounidense y europea, a modo de automatismo institucional que combina a los organismos internacionales (OTAN, ONU) con las estructuras mercantiles globales. El problema no está en el carácter ético de la lucha por los derechos humanos ni en que ésta se haga desde una exigencia universal. Frente a los postmodernos que se oponen a toda señal de universalismo, hay que reivindicar un sujeto universal: corporal y comunitario. No es para nada descabellado encontrar relaciones entre el fascismo y algunas corrientes del pensamiento postmoderno (Cioran, Baudrillard), sin que eso signifique que debamos descalificar a estas últimas de una manera absoluta. Relacionado con esto, las críticas de Carl Schmitt a la ideología del “fin de las guerras” (la cual contribuye a la legitimación de verdaderas guerras de exterminio) pueden ser válidas, pero esto no debería significar que al asumirlas se caiga necesariamente en la negación del universalismo ético. No hay que olvidar que es tenue la línea que separa al “¡nunca más!” utopista (de los creyentes neoliberales en el mercado) del ¡nunca más! antiutópico (como sucede con las políticas fascistas de Bush o como sucedió con el nazismo y con el mismo Schmitt). La muerte del universalismo ético puede contribuir también a la muerte del ser humano de carne y hueso.
Ahora bien, Hinkelammert sostendrá que puede haber un “¡nunca más!” que sea, más bien, una reivindicación del universalismo ético desde la recuperación del sujeto humano corporal y viviente, y desde la concepción de la víctima como “criterio de verdad”. Sobre todo, se convierte en un imperativo con características especiales, frente a las condiciones empíricas de un mundo global en el que el asesinato es suicidio (Cfr. SHS, p. 186-195). Esto nos permite asumir las responsabilidades frente a la época que nos ha tocado vivir. La civilización occidental se ha venido constituyendo como sociedad de la destrucción y la deshumanización en nombre de la salvación universal, el progreso y la humanización (Vattimo). Lejos de enterrar la modernidad mediante proclamaciones mediáticas de nuestra “condición postmoderna” (Lyotard), hay que ver a las sociedades de los siglos XX y XXI como “civilización occidental in extremis”. Ser postmoderno es una manera peculiar de asumir nuestra condición de compromiso con los proyectos modernos, sea que los avalemos o que los critiquemos. Pero no podemos renunciar a este horizonte de comprensión y de acción. Las realidades de un mundo globalizado (exclusión a gran escala, crisis ecológica, etc.) sugieren que se trata de un modelo de civilización que está llegando a su fin, por lo que la humanidad debe buscar reinventarse, claro, en el supuesto de que quiera sobrevivir. En cierta manera, esto significa que debe desoccidentalizarse. ¿Qué quiere decir esto realmente? Evidentemente, no se trata de una renuncia a todo lo occidental —por lo demás inútil e imposible—, sino de una superación de las falacias de la modernidad, es decir, una superación de la ciega subordinación de los sujetos a los automatismos, las cuales se encuentran a la base de la “decadencia de occidente” (Cfr. FAE, p. 9-12).
Hay que fundar los derechos humanos en un universalismo ético que trascienda occidente sin negarlo. Pero, por lo mismo, debe basarse en un criterio que trascienda toda cultura y toda época, y que forme parte de lo constitutivo de la humanidad, “más allá” de las diversas tradiciones, pero sin ponerse tampoco por encima de ellas, abstrayéndose de sus determinaciones y peculiaridades. “Más allá” no debe ser equivalente a tabula rasa sino al descubrimiento de lo común que atraviesa a los diversos pueblos, culturas y formas de vida. Tampoco quiere decir que este descubrimiento no pueda partir de alguna tradición específica. Más bien, sucede que lo que parece ser un a priori es descubierto a posteriori, ya que el universalismo al que se refiere Hinkelammert no es sin más judío, filosófico occidental, marxista o cristiano, sino que, surgiendo desde estas —y otras— tradiciones de pensamiento, descubre su presencia en diversos contextos culturales e históricos, formando la base para un nuevo universalismo ético material e “intersubjetivo” (Cfr. PDD, p. 14). Su base se encuentra en el descubrimiento del sujeto viviente, principalmente en el reclamo que nos hacen las víctimas y los excluidos, los pobres y los marginados. Esto es el grito del sujeto, que clama por justicia. Es ausencia —sujeto negado en su misma subjetividad— que nos interpela.
Pero no se trata de una experiencia que podríamos o no tener, sino que es postulado de la razón práctica, es principio trascendental. “Asesinato es suicidio” no es algo que “debamos” experimentar todos o que, si no nos sucediera, perdería su validez como principio racional de la ética. Muchos podrían afirmar que, si recurren a sus experiencias, hay suficientes pruebas de que “asesinato no es suicidio”. ¿Es que acaso no conocemos a las víctimas que exigen reparación y no son escuchadas? ¿No viven todavía sus victimarios y viven bien, sin que asome en su rostro el arrepentimiento? Sobre esto debemos señalar que la conciencia ética de la que hablamos no sólo resulta “razonable” para los que han tenido experiencias de reparación o reciprocidad. Lo que se pretende al fundar la ética en un postulado es apelar al carácter universal de la condición que hace posible las más diversas clases de experiencias. De esta manera, este postulado nos refiere a las estructuras mismas de la razón: no es conocimiento de algún sector de la experiencia sino que es condición necesaria para que ésta se nos haga presente como realidad.
Por eso es que, para Hinkelammert, un mandamiento como “Ama a tu prójimo, tú lo eres” (Lévinas), es realista. El realismo ético parte de esta concepción trascendental de la subjetividad (Cfr. APM, p. 287). Se trata del realismo que se formula como apuesta por la vida: es posible que el asesinato no produzca el suicidio, pero suponer lo contrario arroja un saldo de ganancia más favorable, ya que si efectivamente el asesinato puede producir el suicidio, entonces la pérdida no sólo consiste en que se eliminaría al actor sino que, en el caso de que se trate del suicidio colectivo, se termina por diluir la realidad. Ahora bien, en tanto reflexión trascendental refiere al punto desde el que se crea la universalidad. Tanto el postulado de la razón práctica como el criterio fundamental que manda reproducir la vida humana son universales, ya que suponen la unidad corporal de la humanidad. El sujeto es instancia reflexiva que remite a esta unidad del género humano. Por eso el criterio de esta ética es un universal material, que se descubre a posteriori (Cfr. CST, p. 118-119 y SL, p. 495).
Vemos cómo se vuelve imprescindible construir una argumentación que sostenga el carácter de obligatoriedad de esta ética. Los razonamientos anteriores muestran que la ética del bien común es indispensable, porque el suicidio en el que desemboca el asesinato es inevitable. Pero esto sólo es así porque partimos del supuesto de que queremos vivir. La apuesta por la vida es entendida como un deber, dado que el razonamiento que descubre los conceptos trascendentales muestra que se trata de la única acción coherente (aunque el suicida la rechace) (Cfr. IDH, p. 295). Esto es lo que ocurre cuando hablamos del “deber” de reproducir la vida humana: el concepto trascendental “ilumina” las acciones humanas y prescribe cuál es la acción coherente (aunque estemos en libertad de rechazarla).
Ahora bien, ambos rechazos sólo podrían convertirse en criterios trascendentales dentro de ideologías antiutópicas, como aquellas que sostienen que hemos llegado al fin de la historia (fundamentalismo del mercado capitalista en Francis Fukuyama) o al inevitable “choque de civilizaciones” (Samuel Huntington y demás corifeos del Departamento de Estado). También encontramos este “utopismo de signo contrario” en los discursos que proclaman la llegada de la redención a partir de la victoria del bien (¿Dios?) sobre el mal (¿Satán?), tal como sucede dentro de las sectas milenaristas del fundamentalismo cristiano o en los grupos terroristas islámicos[13]. Todas ellas parten de una dialéctica (tensión) entre el criterio (trascendental) del sujeto necesitado y la pretensión de anular las necesidades, en sentido trascendental, mediante la muerte. Así, el consumismo desenfrenado que amenaza la ecología se combina perfectamente con el estilo de vida “extremo” (extreme lifestyle) que preanuncia al suicida. Por su parte, la acción del fundamentalista parece que le convertiría en “mártir” (testigo), pero aquello que “testimonia” no es sino el desprecio por la vida concreta, por su corporeidad y por la historia, en aras de una “vida verdadera”, “espiritual”, en el cielo.
No obstante, aun con estos fines tan peculiares, ni el hedonista irreflexivo ni el creyente fanático han dejado de estar supeditados a las “leyes de su acción”. Siguen siendo “sujetos necesitados” que deben “resolver” su acción, aún si se trata de anular las necesidades mediante la muerte. Nadie deja de estar subordinado a las limitaciones propias de lo humano sólo porque decida morir. Además, la cadena de acciones precisas para tal fin no podrían universalizarse sin que se incurra en una “contradicción performativa” —lo que se hace contradice lo que se dice que se hará o genera un resultado que impide toda posibilidad de reflexión—, ya que si la ideología de la autodestrucción total tuviera éxito, la realidad desaparecería y con ello toda posibilidad de evaluación moral. Y esto debería ser significativo para todos aquellos fanáticos de una “moral del exterminio de los malos”.
Con todo, es un hecho que con el suicida es inútil discutir. No es a éste a quien tenemos en mente. Más bien, nuestro interlocutor es el que pretende que sus actos y decisiones se justifican a pesar de que los resultados provoquen víctimas, ya que confía en que podrá salir bien librado del asunto. El caso es que muchos de los que razonan de esta manera tienen en su poder los mecanismos mediante los cuales el suicidio podría terminar convirtiéndose en un problema que ponga en peligro la vida de todos. Aunque sea duro siquiera considerarlo, debemos aceptar que el suicidio colectivo de la humanidad es una posibilidad. No sólo es que los seres humanos podríamos querer tal cosa, sino que, en la actualidad, podríamos hacerlo. Con estas amenazas no conviene mirar a otro lado o poner la confianza en promesas que ya han demostrado anteriormente su vacuidad. Pero tampoco podemos cruzarnos de brazos o confiar el problema a los “tecnócratas” o a las manos invisibles. Es frente a esas amenazas reales y concretas que Hinkelammert piensa que debemos trabajar por la recuperación del universalismo ético, en una línea material e historizada[14]. La recuperación de unos derechos humanos historizados y la construcción de un criterio ético material universal son recursos válidos frente a un sistema totalizante, el cual, poniendo en riesgo la supervivencia de los más débiles, extiende su amenaza al conjunto de la humanidad, socavando a la vez su misma base de realidad. Por eso es que, para que todos podamos vivir, debemos pensar formas alternativas de acción social y “figuras nuevas” para la vida humana.

Bien común y alternativas centradas en los sujetos
El programa que provenga de una ética del bien común debe ser un programa alternativo. Pero las alternativas sólo pueden serlo dentro de un marco de variabilidad general, el cual no puede darle la espalda a los “principios trascendentales de imposibilidad”, es decir, a las limitaciones que son constitutivas de nuestras acciones. Ignorarlas sería darle la espalda a la misma condición humana, la cual, sin importar la época o lugar en que se sitúe, se verá siempre enfrentada con la paradoja de pretender realizar lo que sobrepasa sus límites, a la vez que estará obligada a precisar y acatar con claridad meridiana las barreras a sus aspiraciones. Es por ello que Hinkelammert insiste en que reconozcamos la importancia de las mediaciones. Los actores sociales que pretendan transformar las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales no deberían olvidar que la misma complejidad de la vida humana, aunada a nuestro carácter lábil y precario, vuelve imprescindible la constitución de mecanismos, procesos e instrumentos, sin los cuales sería extraordinariamente difícil, si no imposible, alcanzar nuestros fines. Es más, sin las acciones rutinarias que están a la base de la creación de las instituciones —acciones que son adquiridas temprano en nuestro desarrollo social y comunitario—, ni siquiera podríamos pensar en tales fines[15].
Se impone entonces la necesidad de tomar una postura clara y renovada frente a lo institucional. Éste es también un elemento constitutivo de la condición humana (Cfr. CRU, p. 355). La vida humana en su plenitud —esto es, la realización de lo que está contenido en ella como “satisfacción potencial”— no sólo no puede ser “alcanzada” por los seres humanos, sino que “la necesidad” en su sentido trascendental no es algo de lo que se puede tener experiencia directa. Más bien, tenemos acceso a ella reflexivamente (indirectamente), aunque a partir de la experiencia de “las necesidades”. Nadie puede tener directamente la experiencia de la plenitud, pongamos, en el comer y el beber, ya que ni siquiera la saciedad tendría sentido “de una vez para siempre” (de manera trascendental). Para que tenga sentido la expresión “estar satisfecho”, debemos querer y poder saciarnos, lo cual implica que la necesidad de comer permanezca en el horizonte de nuestra acción. La realidad se nos presenta dialécticamente, como satisfacción potencial ligada a la insatisfacción que la hace posible.
Sólo porque somos seres finitos volcados hacia la infinitud es que esta “polarización” entre satisfacción e insatisfacción puede resolverse en función del primero de sus polos. Pero no hay ninguna verdadera “solución” al anular alguno de ellos. No se puede resolver el problema del hambre en el mundo sólo mediante la producción acelerada de alimentos (crecimiento económico ilimitado), pero tampoco hay un verdadero camino sólo en los intentos de reducir al mínimo el hambre del mundo, mediante programas de control demográfico. Ambas medidas, siendo necesarias, no representan toda la solución. En el primer caso, olvidaríamos que nuestras posibilidades se ven condicionadas por el carácter limitado de nuestro universo (la tierra es un globo, no una planicie infinita); en el segundo, estaríamos suponiendo (erróneamente) que los seres humanos somos alguna especie de “receptáculos” que podrían ser colmados, cuando, más bien, nuestra constitutiva condición es la de que producimos nuestras propias simas de natural insatisfacción.
¿Cómo aplicaremos estas reflexiones al problema concreto de las mediaciones institucionales? Para ello hay que entrever la negatividad de la condición humana dentro de lo institucional, en tanto éste es mecanismo, es decir, rutina, orden y reglamentación, que impide la espontaneidad y la libre realización de nuestros intereses. En este sentido es que la mediación institucional es muerte. Pero se trata de una componente fundamental para realizar nuestros actos: es inevitable e incluso necesaria para la vida. Esto es así porque, a pesar de las ganas que pongamos en la persecución de nuestros fines, la condición humana es lábil y precaria. Dado que el riesgo de fallar nos acompaña de día y de noche, debemos acompañar nuestra acción de variadas formas de control y valoración razonada, mediante normas, vínculos más o menos rígidos y cálculos costo-beneficio. Constantemente, las complejas situaciones en las que nos vemos envueltos nos exigen vías establecidas, caminos trillados. La mediación institucional aparece entonces como la manera humana de enfrentar las limitaciones, estableciendo una solución (o varias).
Pero, no obstante todo esto, la plenitud siempre se encontrará más allá de nuestras posibilidades. Cualquier reflexión sobre lo institucional sería incompleta si no incluyera una consideración acerca de los límites de factibilidad. Franz Hinkelammert recurre en este punto a las reflexiones de David Hume acerca de los mundos posibles (concebibles) pero no factibles:
“[Hume] describe muchos mundos: creación, aniquilación, movimiento, razón, volición. Evidentemente, si exceptuamos el mundo de la aniquilación, todos estos mundos resultan ser mundos de abundancia. Es un mundo, en el cual, en caso de tener alguien hambre, las piedras se convierten en pan. Evidentemente, aunque sea un mundo posible, no es un mundo factible. Como el mundo no es así, resulta ser el mundo sometido al principio de causalidad, en el cual vivimos. Que este mundo sea un mundo de causalidad y no el otro mundo posible, resulta ser otra vez una deficiencia. En este sentido, el principio de causalidad, según Hume, resulta también de la condición humana, que Hume llama la ‘precaria condición de los hombres’ (…) Estas deficiencias del mundo explican por qué es necesaria la ética” (SL, p. 215).
Las deficiencias (“precaria condición de los hombres”) del mundo en que vivimos son las que vuelven necesaria la institucionalidad. La misma ética debe entenderse a partir de esta situación, ya que aparece debido a la tensión entre lo que queremos y lo que nos vemos obligados a hacer. Los deberes no anulan la decisión, pero tampoco la libre elección es un acto desligado de lo que se nos presenta como debido. Nuestras relaciones con las cosas —y con los demás alrededor de ellas— están lejos de ser sencillas. Ya hemos señalado que no hay caminos expeditos, ya que somos seres limitados: no podemos predecirlo todo ni garantizar mucho menos óptimos resultados para todas nuestras empresas individuales o colectivas. Y aun cuando las instituciones que construimos cargan con esta condición imperfecta, no podemos renunciar a ellas si no es a costa de insoportables sacrificios. La relación entre la condición ineludible de las instituciones y la ética, y de ambas con las consideraciones acerca de la factibilidad, constituyen un rasgo esencial de esta ética del bien común. Y debo destacar que resulta verdaderamente inusual que el tema de las imposibilidades sea incluido en el centro de una propuesta de este tipo. La clave de su inserción es, justamente, que se trata de una ética cuyo rasgo esencial es que se fundamenta en una toma de postura frente a la dialéctica entre la condición humana de finitud —nuestro carácter imperfecto y “precario”— y los conceptos trascendentales. La expresión “conceptos trascendentales” es utilizada por Hinkelammert para referirse a las figuras ideales de la acción humana, de modo que lo que se presenta como imposible llegue a ser posible. En un sentido amplio, podemos pensarlos como utopías, ya que nos inclinan hacia una meta o resultado de un proceso, el cual, paradójicamente, es inalcanzable efectivamente. Pero se trata de conceptos que juegan un importante papel en nuestras creaciones teóricas, científicas inclusive. Ahora bien, esto no siempre es aceptado tan fácilmente, mucho menos por parte de quienes se dedican a la ciencia. Y la ciencia social no es la excepción. En el “segundo caso” que analiza Hinkelammert, en Hume, se nos muestra esta tendencia a introducir “conceptos trascendentales”, algo que deberíamos tomar en cuenta al reparar en las explicaciones acerca de la sociedad, sobre todo si dichas explicaciones conllevan algún tipo de prescripción:
“‘Porque si los hombres poseyeran ya ese fuerte respeto hacia el bien común, nunca se hubieran refrenado a sí mismos mediante esas reglas: así, pues, las leyes de justicia surgen de principios naturales, pero de un modo todavía indirecto y artificial. Su verdadero origen es el egoísmo’[16]” (SL, p. 215)
Lo que Hinkelammert objeta a Hume es que sustituya la constatación de la finitud humana como origen de la necesidad de la ética, por un cierto “egoísmo” que vendría a ser constitutivo de la acción social. Parece un resultado lógico de su visión atomística de la sociedad. Pero la fragmentariedad de la acción humana no deviene necesariamente en una explicación a partir de un “sustrato” de tal género. Tampoco debería ser interpretada como una prescripción del egoísmo —como sucede en el “darwinismo social” de algunos neoliberales, por ejemplo.
Primero tendríamos que tratar de entender la misma condición precaria y lábil de lo humano, que se expresa como fragmentariedad. Un primer paso lo podemos dar recurriendo a Karl Marx, para quien, si hemos de pensar el surgimiento de la ética como respuesta a la finitud humana, el punto de vista antropológicamente válido es el de una subjetividad encarnada (material y corporeizada) y que presupone una socialidad constitutiva. Esto se opone a un panorama en el que, “originalmente”, encontramos a unos individuos que se constituyen aisladamente y que “luego” tienen que construir relaciones para conseguir sus fines egoístas. Ni siquiera es que haya problema en afirmar que los actos humanos pudieran tomar cursos a partir de consideraciones egoístas —algo a todas luces cierto y, en algunas ocasiones, deseable. El asunto es, más bien, que no es legítimo afirmar que dichas consideraciones egoístas sean la condición de posibilidad de la ética. Por el contrario, lo que tendríamos que hacer es sustituir este enfoque por el punto de vista de la subjetividad como cuerpo social atravesado por la precariedad, que para el caso asume la forma de la parcialidad (fragmentación). No es que exista un “sustrato” de lo humano que vendría a ser el individuo aislado. Las ciencias antropológicas y la sociología contemporánea nos hablan, por el contrario, de un individuo que surge debiéndose a unas reglas, prácticas sociales y usos comunes.
Ahora bien, un vistazo a las acciones de los individuos dentro de sus relaciones sociales nos mostraría que se encuentran muy lejos de ser transparentes o totalmente armoniosas. El carácter problemático de la convivencia, que es otra forma de referirnos a la fragmentariedad de la acción humana, ha llevado a muchos a decir que la humanidad se encuentra “herida”, debido a condiciones históricas muy especiales —léase, modernidad, capitalismo, etc. La “cura” de esta herida parece encontrarse en el campo de la acción social que hace suyos los proyectos de emancipación, gracias a los cuales se pretende la realización de una sociedad de vida plena y armoniosa. Reparando en la manera como realizan sus proyectos algunos integrantes de los movimientos sociales —pero no sólo esto, sino también el modo como articulan sus investigaciones muchos economistas, sociólogos y críticos culturales—, podemos observar que la unidad antecede a la fragmentariedad, y lo hace como concepto trascendental, como utopía. Quien quiera realizar “el cambio social” no lo hará mirando únicamente dónde está parado. E incluso el científico, que busca explicar el comportamiento de los electores o la manera de saber en qué casos podemos hablar de equilibrios económicos, se verá obligado a proyectar figuras trascendentales (valorativas) de lo que debería ser una elección racional (óptima) o un equilibrio (perfecto) de los factores económicos.
En un primer acercamiento, los proyectos que surgen de la ética del bien común se encuentran centrados en el sujeto viviente, pues se parte del reconocimiento de su finitud, que se expresa como acción parcial, fragmentaria. Es la experiencia de la convivencia la que muestra cómo el interés propio padece y hace padecer, pero esto es así no por el “interés” en sí, ni porque sea “propio”, sino porque lo precario atraviesa la realidad humana, la cual es, fundamentalmente, unidad corporal. Es ese cuerpo el que padece y sufre. Pero de esta manera no se estaría afirmando que la condición de fragmentariedad y precariedad pueda ser superada totalmente o que no habría existido in illo tempore. Las maneras concretas como se nos vuelven opacas nuestras transacciones (no sólo las mercantiles), así como las penurias que hemos de padecer a la hora de organizar nuestros intereses junto a los de los demás, no hacen más que situar históricamente la condición humana.
Curiosamente, los que han criticado los proyectos políticos y económicos marxistas han hecho ver justamente que estos últimos no logran reconocer el carácter fragmentario de la acción social como conditio humana. Al suponer que la fragmentariedad (del mercado) puede superarse mediante la planificación económica, los marxistas habrían pasado por alto la finitud humana y el carácter utópico de sus propios “proyectos”. Pero esto es igual a decir que la misma crítica burguesa desenmascara el error de uno de sus padres fundadores, el filósofo escocés David Hume, pues termina por reconocer que la condición humana no es ningún egoísmo, sino la condición de finitud y parcialidad de la acción. La ética es necesaria porque somos seres finitos, no porque seamos egoístas o “malos”. No hay cabida entonces para la “ilusión trascendental” de signo contrario que encontramos en los neoliberales, quienes, basándose en los dogmas acerca del “punto de equilibrio” que se obtiene mediante la competencia perfecta, se oponen sistemáticamente a toda intervención de la sociedad en las “operaciones” del mercado-aparato. Aquí nos volvemos a encontrar con las falacias de la modernidad: las creencias ciegas en proyectos trascendentales disfrazados de construcciones empíricas, mediante los cuales se pretendería dejar el rumbo de la política y de la economía en manos de mecanismos automáticos.
Estas consideraciones insertan el tema de la utopía dentro de la ética. Ante la pregunta acerca de qué es, en definitiva, lo que podemos proponer desde una ética del bien común, Hinkelammert afirma que “una sociedad en la que quepan todos es un concepto trascendental, si se quiere imposible, sin embargo no es contradictorio” (NSF, p. 24)[17]. Y, más adelante, agrega: “¿Por qué es imposible? Aquí entra el tema de la complejidad del mundo” (NSF, p. 24). Se vuelve imperativo construir una nueva idea del realismo, como condición para cualquier proyecto con pretensiones de ser alternativo. Debe ser un realismo moral que se base en la subjetividad trascendental, en el reconocimiento entre sujetos que se reconocen en la con-vivencia. Pero, como lo veíamos antes, es realismo que surge de una apuesta, de una opción por la vida. La realidad es descubierta si nos negamos a matar y a fomentar la muerte. Pero no es un reconocimiento de la plenitud que ya tenemos o que se nos presenta como algo inminente o realizable, sino de nuestra condición de seres precarios y finitos que hacemos nuestra vida en tensión hacia la plenitud. Esa plenitud imposible es lo que llama Hinkelammert, parafraseando a los militantes zapatistas, la “sociedad en la que quepan todos”. En tanto imposible, es un concepto trascendental. Pero no se trata únicamente de que podamos recurrir a esto imposible sino que debemos pensarlo de esa manera. Sólo de esa manera podrían los proyectos sociales, intervenidos por seres humanos concretos, romper con la lógica de los efectos que surgen de la praxis sometida al mero cálculo (cortoplacista) de costos y beneficios, a las instituciones opresivas y a los mecanicismos excluyentes. Mientras los abanderados de la Realpolitik y de la muerte de las utopías terminan exigiendo sacrificios absolutos en los altares del mercado o del Estado, la praxis realista, de quienes luchan por la dignidad de los sujetos humanos, necesita expresarse desde la lógica de lo nuevo.
La referencia a la complejidad del mundo resulta aquí fundamental para profundizar en nuestra reflexión sobre el sujeto, en tanto éste se nos descubre como “presencia que está ausente”, como “tensión hacia la plenitud”. Para nuestro autor, la ética del bien común se funda en el sujeto viviente y se expresa en el lenguaje de la polaridad finitud/ infinitud, interpelándonos desde el peculiar realismo que consiste en reconocerla, pero sin que se pretenda disolverla. Esta es la polaridad que se encuentra en la base de la tensión entre cálculo de utilidad —cálculos de costo-beneficio— y utilidad necesaria —bienes que son buscados independientemente de nuestros cálculos—; entre racionalidad medio-fin y racionalidad reproductiva. La dimensión del sujeto es el centro que permite pensar tanto la utopía como las mediaciones necesarias, sin anular a ninguna de las dos:
“Lo que necesitamos es un pensamiento de síntesis y un pensamiento de mediaciones, mediación no en el sentido de “justo medio”, sino en el sentido de interlocución crítica y efectiva: Estado, mercado, ciudadanía” (CST, p. 15).
Esa “interlocución” se sostiene sobre el sujeto viviente, que no sólo es referencia última para la racionalidad económica sino para toda racionalidad. Por eso la ética del bien común es una reflexión acerca de los proyectos sociales, tomando como centro al sujeto. El sujeto viviente es el origen y fin de cualquier criterio ético. Esta ética no dice cuáles deberán ser los proyectos ni puede sustituir a las ciencias empíricas, a los grupos sociales o a los organismos institucionales en su tarea de elaborar proyectos realizables. Pero sí proporciona el marco general —trascendental— desde el cual los proyectos pueden ser evaluados, en orden a lo razonable de su justificación y a su factibilidad. La clave para este marco se encuentra en la crítica de la razón utópica —la cual no sólo está presente en la metafísica, la literatura, el arte o la teología, sino también en las ciencias empíricas— y el análisis de las imaginaciones trascendentales —cómo imaginamos resultados óptimos o la vida plena. Pero, sobre todo, es fundamental la argumentación que se sostiene en el postulado de la razón práctica (“asesinato es suicidio”) y en el criterio ético para la acción humana, que se deriva del mismo (“tenemos el deber de reproducir la vida humana, naturaleza incluida”).
¿Cómo debemos entender entonces el “bien común”? Primero hay que señalar lo que no es. El bien común no es una fórmula para los políticos ni un modelo económico ni una reivindicación cultural concreta. Tampoco aparece ligado a algún tipo de “ley natural” que actuaría por encima de las determinaciones históricas o a pesar de ellas. Ya que se habla de “sujetos”, alguno pensará que el bien común es la “coincidencia” de intereses individuales o la convergencia de las acciones de los individuos por medio de algún mecanismo automático (como en Hume o en Adam Smith). No obstante, estas alusiones a la mano invisible, a los utilitarismos o al public choice nos llevan hacia una concepción de bien común que no sólo difiere de la nuestra sino que incluso resulta ser un obstáculo para lo que queremos proponer y realizar. Según esa línea de pensamiento, se sostendría que lo común es posterior a lo individual, subordinándolo a los mecanismos de elección racional o a la providencia del mercado. No sólo eso, sino que el bien es identificado sin más con “intereses”, generalmente en el sentido de “preferencias”. El problema es que semejantes afirmaciones nos dejarían en la oscuridad acerca de muchas aspiraciones humanas legítimas que no encajan dentro de ese lenguaje. Reducir el bien común a una especie de suma de intereses individuales únicamente puede significar que tales intereses son sólo numéricamente distintos —lo cual es falso— o que las diferentes valoraciones (diferencias cualitativas) dentro de los interesados son resueltas por alguna especie de instancia superior de clarificación, optimización y selección —lo que nos lleva de nuevo al mercado óptimo o al Estado máximo.
No es que los intereses de los individuos deban ser excluidos de nuestra noción de bien común, sino que es dudoso que éstos sean razón suficiente para definirla. Basta con observar la complejidad que reflejan las investigaciones acerca de la conciencia colectiva o los estudios históricos sobre el surgimiento y desarrollo de las reivindicaciones económicas, sociales y culturales, así como las críticas a las que son sometidas las concepciones individualistas de los bienes sociales[18]. Las exigencias de la justicia o de la solidaridad tienden a sobrepasar estos enfoques reduccionistas y se formulan, más bien, en términos de los bienes del común, lo cual nos refiere a una trama articulada de redes sociales y comunitarias, de individuos y sujetos colectivos unidos dentro de relaciones de confianza y reciprocidad —y sin que esto implique, necesariamente, excluir la existencia de grados o jerarquías. Por ello es que tenemos que centrarnos en las formas como estos colectivos formulan lo bueno, lo justo, lo solidario. Siguiendo a Hinkelammert, considero que el bien común es el marco general de figuras de vida que formulamos como colectivo, las cuales deben ser queridas para todos los involucrados, y que se proyectan teniendo como base la obligación de contribuir a la reproducción de la vida humana. Pero no se trata únicamente de quedarnos en la proyección de una figura de vida para nosotros, ya que, si tomamos en serio lo de que “el asesinato es suicidio”, “lo nuestro” habrá de dejar paso a la inclusión de muchos mundos que no son sólo el que queremos crear. Dadas las condiciones del mundo en la actualidad, el bien común no puede ser visto sino desde una perspectiva global, que incluya a toda la humanidad, así como a la naturaleza.
Nuestro autor introduce matices importantes en sus planteamientos, al señalar que la utopía no es un mundo donde quepan todos los mundos. Tal cosa sería de por sí imposible, ya que estaríamos hablando de un mundo que incluyera al mercado total neoliberal, a los nazis y a las armas atómicas... junto a sus víctimas y detractores. Lo que se afirma, más bien, es la necesidad de proyectar un mundo en el que quepan muchos mundos. Esto es sustancialmente diferente. Significa que el mundo que querríamos no debería incluir determinadas figuras de vida —como las que acabo de mencionar—, ya que el planeta no podría soportarlas por mucho tiempo. Otra aclaración fundamental es que el bien común, como referente trascendental de la reflexión sobre el mundo y la interpelación de las instituciones desde proyectos sociales, no debe confundirse ni con esa reflexión ni con estos proyectos. Como marco general de variabilidad, no debe estar limitado a las condiciones concretas sobre las que se dirigen las observaciones de las ciencias empíricas ni a las apuestas por unos bienes social e históricamente situados (trabajo, salud pública, educación, reparación de las víctimas). Si bien éstas estarían contenidas en una noción trascendental de bien común, tomarlas como su equivalente sólo podría generar nuevas instituciones o mecanismos sordos a la interpelación subjetiva y ciegos ante las víctimas que provocarían.
Franz Hinkelammert señala la “idoneidad” de algunos desarrollos alternativos, pero que presuponen la necesidad de pensar la utopía de manera crítica. Las imaginaciones trascendentales, como ya lo hemos señalado antes, deben ser interpeladas por los seres humanos concretos, por lo que se hace necesaria la libertad que proviene del reconocimiento del sujeto (Cfr. HEV, p. 395-402). Sólo desde el reconocimiento entre sujetos puede proyectarse una sociedad donde quepan todos. Tiene que ser un proyecto alternativo de sociedad, en el cual se tenga al bien común como criterio de constitución de las relaciones sociales y en el que se produzcan “equilibrios” entre el funcionamiento de las instituciones mercantiles y la interpelación subjetiva del mercado; entre la defensa de instituciones sólidas y la construcción de una estrategia social, política, y cultural que no descuide las “luchas diarias por alternativas” (puntuales, contestatarias…) (Cfr. HEV, p. 402-412). Como ya lo decía Hinkelammert en una cita anterior, es importante apostar por un “pensamiento de síntesis y un pensamiento de mediaciones”, lo cual significa que debemos reconocer que no sería posible ninguna forma de vida si no se aseguran unos mínimos de sustentabilidad. Por eso es importante insistir en la necesidad de garantizar el equilibrio en el orden de la misma economía, mediante un reconocimiento de la necesidad de una coordinación social del trabajo[19], que garantice las condiciones materiales (económicas) para la reproducción de la vida[20]. Además, cualquier proyecto alternativo contemporáneo deberá implementar una lucha por la “recuperación del Estado de Derecho”, mediante una reformulación de los derechos humanos que vaya más allá de su reducción efectiva a simples derechos “contractuales” y que los conciba en función de la vida humana (Cfr. HEV, p. 413-420).
Para la ética del bien común —así como para las ciencias empíricas que no teman alinearse en función de sus objetivos—, será fundamental garantizar la supervivencia de la humanidad, desde el reconocimiento del ser humano como sujeto de derechos concretos a la vida: el derecho a un trabajo digno y seguro; la satisfacción de las necesidades humanas básicas; derecho a una participación democrática en la cosa pública; la conservación y sostenimiento del medio ambiente; posibilidades para una intervención en los mercados; verdadera libertad de opinión. Y algo fundamental, sobre todo de cara a los neoconservadurismos y neofascismos: el derecho a una plena libertad de elecciones (Cfr. HEV, 420-422).

Una opción indispensable por la responsabilidad solidaria
Según Franz Hinkelammert, la ética del bien común considera desde el inicio el problema de las posibilidades para su realización, a partir de una recuperación creativa de la categoría filosófica de necesidad, la cual es reflexionada desde la experiencia de las necesidades humanas para la vida. Basándonos en sus escritos, podemos observar cómo se reformula la idea de necesidad mediante las categorías trascendentales de inevitabilidad e indispensabilidad[21]. Son categorías antropológicas y éticas que transforman la manera como se entiende a la misma razón práctica y su formulación trascendental. Pero esto incide, también, en la manera como se deberá tipificar filosóficamente lo que entendemos por obligación y por normatividad.
El universalismo de la ética del bien común viene acompañado de una manera nueva de entender “lo obligatorio”. Éste hay que concebirlo dentro del mismo criterio universal de la ética que se funda en el sujeto viviente, en el postulado de la razón práctica. Al constatar lo inevitable (“asesinato es suicidio”), entonces surge lo obligatorio (“debemos reproducir la vida humana”) (Cfr. IRC, p. 114). Es necesidad en el sentido de indispensabilidad. En tanto proviene de un criterio universal y de un principio trascendental de la razón práctica, la necesidad que se expresa como obligación ética no es identificable con las necesidades concretas (empíricas) de los individuos o de los colectivos. Siendo más precisos, nos estamos refiriendo al “sujeto necesitado”, que es la expresión que Hinkelammert utiliza para referirse a las condiciones de posibilidad constitutivas de la acción humana, que son incluso las condiciones para poder tener necesidades. Pero tampoco se trata de una necesidad entendida como determinismo o como a priori de la razón.
Desde la consideración trascendental de la subjetividad, por el contrario, las normas no son interpretadas como necesarias o indispensables. Hinkelammert insiste mucho en que éstas son prescripciones que se pueden aplicar en “situaciones específicas”. Por lo tanto, si alguien sostuviera que una norma es “indispensable”, podríamos preguntarle “indispensable en qué situación o en función de qué fines”, etcétera, y no la consideraremos como indispensable en el sentido trascendental antes apuntado. Así como con los derechos humanos, con las normas hay que proceder hacia su historización, evitando que se conviertan en principios de supuesta derivación apriorística, que son fuente de ilusiones trascendentales. Esto no quiere decir, por supuesto, que las normas sean inútiles o que podríamos prescindir de ellas. De lo que se trata con esta crítica es de tomar distancia frente a la absolutización de las mismas, pero no es que se niegue la validez de la normatividad. Siempre y cuando no se confundan con el criterio del universalismo ético, las normas podrían funcionar incluso como instrumentos de emancipación.
Frente al rigorismo irresponsable de las normas absolutas, queremos entender la ética del bien común como “la propuesta de una apuesta”, ya que es un llamado urgente para que, reconociéndonos como responsables de la vida de todos, evitemos el suicidio colectivo. En este sentido, es una formulación solidaria de la ética de la responsabilidad. Hoy día, piensa Hinkelammert, es imperativo que la ética de la responsabilidad sea fundada sobre una apuesta por la vida de todos, posicionándola críticamente frente a cualquier interpretación rigorista de su significado. Sería lo contrario de lo que Max Weber entendía por ésta. En Weber, pero también en la formulación neoclásica de la ética funcional del mercado —y, de modo más leve, en los planteamientos de Karl-Otto Apel—, la ética de la responsabilidad defiende el cumplimiento de las normas, en detrimento del sujeto. Esta ética absoluta se encarga de legitimar el sistema y las normas, mediante la lógica del “cumplimiento por el cumplimiento” (Cfr. CES, p. 251-254).
Este problema de la ética absoluta ya lo encontramos implícito en las apelaciones a un mecanismo automático de los mercados en Hume y en Smith, pero en éstos todavía podían observarse argumentos materiales, de contenido: una sociedad que persigue unos fines, para los cuales necesita superar el egoísmo, o la confluencia de intereses particulares en el fin buscado, es decir, en el interés general. Semejantes argumentos oscurecen sus razonamientos, volviéndolos incongruentes. Y aunque Weber también muestra algunas inconsistencias, por ejemplo, cuando utiliza juicios de valor para legitimar el sistema mercantil capitalista, no duda en afirmar que su postura obedece a consideraciones eminentemente formales. Sus normas son normas de funcionamiento, referidas a la performatividad del sistema, pero no a los fines de sus integrantes ni del conjunto. En este sentido, Weber es uno de los mejores exponentes de esta ética absoluta[22].
La ética del bien común que propone Hinkelammert es ética de la responsabilidad en un sentido diferente del que le da Weber. No se propone la eliminación de consideraciones materiales en función de la absolutización de la performatividad del sistema, ni es ética rigorista de principios. Al contrario, la responsabilidad es por la sobrevivencia de la humanidad, lo que quiere decir que lo que importa, en última instancia, son las consecuencias para la vida de los sujetos humanos corporales y necesitados. Es una ética de la responsabilidad solidaria (Cfr. CES, p. 36-37).
La “necesidad” que subyace a esta ética no aparece principalmente porque debamos suponer la inevitabilidad de la debacle, sino porque, más importante aún, se nos impone la indispensabilidad de una respuesta. Y no es cualquier respuesta ni tan simple. Ya hemos señalado que la inclusión de todos en un proyecto común, que se construya en función de las posibilidades de vida para todos los seres humanos, no deberá interpretarse como la necesaria implementación de todo proyecto humano. Es evidente que habrá proyectos individuales y colectivos que no podrán tener cabida en esa “sociedad en la que quepan todos”, pues se trata de proyectos y grupos que son constitutivamente excluyentes. Pero tampoco es posible saber esto a priori, por lo que, en principio, nuestra posición deberá ser lo suficientemente amplia y abierta. Aquí vemos como aparece de nuevo “la complejidad del mundo”.
Esta ética de la responsabilidad solidaria surge de la idea de que los proyectos orientados hacia el bien común no se podrán realizar si no son proyectados desde una fundamental apertura, tanto a un criterio ético “universal y necesario” (“debemos reproducir la vida humana”) como a consideraciones consecuencialistas en torno al mismo. El bien común es un a priori —un concepto trascendental— que es descubierto a posteriori —mediante la interpelación de los sujetos humanos concretos. No se trata de una “derivación” a partir de principios apriorísticos. Pero tampoco es utilitarismo remozado, ya que el consecuencialismo del que hablamos deberá tomar en cuenta los problemas complejos que surgen en el ámbito de la acción social, las instituciones y los fines éticamente aceptables, todo esto como resultado de una consideración realista de los límites de factibilidad de nuestra acción social[23]. Además, la responsabilidad por los resultados no puede ser reducida al “cálculo” de las consecuencias, pues hay que reconocer la dimensión cualitativa irreductible del sujeto viviente, así como la necesidad de proyectar alternativas, utopías necesarias. No obstante las críticas a Weber, Hinkelammert ve positivo que se utilice su distinción para referirse a “la ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), que tiene que hacerse responsable de los resultados de las acciones y no solamente de sus buenas intenciones, en contraposición a la ética de la convicción (Gesinnungsethik), que se satisface con su buena intención, sin preocuparse de los resultados de la acción” (AIM, p. 76).
El énfasis deberá estar puesto en las consecuencias y no en las intenciones. Aunque no es que éstas no cuenten, sino que se subordinan a aquéllas. Pero esto nos lleva a un asunto esencial: ¿Qué posibilidades hay de que esta alternativa sea realmente algo por lo que “la humanidad grite”? En este punto es que debemos decir que la ética del bien común conserva aún otra paradoja, en esta ocasión, la de que se trata de una ética necesaria y no necesaria, a la vez. Ya hemos insistido bastante acerca de su necesidad: es una ética indispensable. Pero esta afirmación, lo hemos señalado también, estaría incompleta si no agregamos que la ética será indispensable sólo si queremos vivir. En este último sentido es que la ética del bien común no es necesaria.
Es cierto que una lectura ligera de los textos de Hinkelammert podría sugerir una cosa diferente. Algo así como que propone una especie de “relación causa-efecto” que estaría ligando de manera rígida la constatación de lo inevitable, los procesos, las previsiones y los resultados. No obstante, su postura es clara. Ciertamente, señala que “se deduce entonces la necesidad ética —es decir, como juicio objetivo con base en los hechos— de que el accionar debe encaminarse con prioridad de contenido a la creación de la condición de posibilidad de la vida de todos los seres humanos y de la tierra” (VC, p. 186). Pero es claro que no basta con ese juicio “objetivo”. Siempre antecede una opción por la vida que no se deduce de ninguna manera de la “base en los hechos”, sino que se encuentra a la misma base de ellos. A esto nos referíamos cuando señalábamos que con un suicida no se puede argumentar. Pero, si nuestro interlocutor es alguien que sí quiere vivir, entonces sí podemos argumentar y mostrar contradicciones e inconsistencias, que siempre serán, en última instancia, contradicciones e inconsistencias dentro de una “opción por la vida” y que parten de la observación de los hechos.
La necesidad que nos interesa no es efecto, no es resultado. El carácter necesario de esta ética no significa que sea evidente la aceptación de su conveniencia, por parte de todos los afectados, ni que sea imposible darle la espalda, ya que cabe la posibilidad de que se rechace la opción por la vida. No obstante, cabe la esperanza en que la humanidad querrá seguir viviendo y vale la apuesta de que la “visión” de lo inevitablemente destructivo mueva a la acción solidaria. Hinkelammert es consciente de esto. Por eso mismo cree que este indeterminismo en la elección por la vida es también la base de la esperanza en que la humanidad la elija y rechace la muerte[24].
El criterio ético que se deriva de la reflexión trascendental sobre el sujeto viviente no dice todo lo que debemos hacer, aunque sí dice lo que pasaría si no hiciéramos lo necesario. Pero esto es algo que debemos descubrir a posteriori. Por su parte, la ética del bien común y de la responsabilidad solidaria no implica ningún determinismo, sino la apuesta de que la visión de lo inevitable nos hará ver con claridad la indispensabilidad de un humanismo abierto e incluyente. Es un realismo moral que no anula, de ninguna manera, la libre opción del ser humano por la vida.

Trabajos de Franz Hinkelammert citados en el artículo
AIM: Las armas ideológicas de la muerte, San José, Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI), 1981.
APM: El asalto al poder mundial y la violencia sagrada del imperio, San José, DEI, 2003.
CES: Cultura de la esperanza y sociedad sin exclusión, San José, DEI, 1995.
CPC: “Entrevista a Franz J. Hinkelammert: claves de un pensamiento crítico”, en Herrera Flores, Joaquín (Ed.); El vuelo de Anteo. Derechos humanos y crítica de la razón liberal, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2000, p. 267-303.
CRU: Crítica de la razón utópica, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2002.
CST: Coordinación social del trabajo, mercado y reproducción de la vida humana (con Henry Mora Jiménez), San José, DEI, 2001.
FAE: La fe de Abraham y el Edipo occidental, San José, DEI, 1988.
HEV: Hacia una economía para la vida (con Henry Mora Jiménez), San José, DEI, 2005.
IDH: Ideologías del desarrollo y dialéctica de la historia, Buenos Aires-Santiago, Paidós-Editorial Universidad Católica, 1970.
IRC: Itinerarios de la razón crítica: Homenaje a Franz Hinkelammert en sus setenta años (editado por José Duque y Germán Gutiérrez), San José, DEI, 2001.
NSF: “La negación del sujeto en los fundamentalismos y la raíz subjetiva de la interculturalidad”, Síntesis del Encuentro de Cientistas Sociales y Teólogos (San José, del 5 al 9 de diciembre de 2002), Pasos (DEI) 106 (2003) 4-72.
PDD: “Prometeo, el discernimiento de los dioses y la ética del sujeto. Reflexiones a partir de un libro”, Pasos (DEI) 118 (2005) 7-24.
SHS: Sacrificios humanos y sociedad occidental: Lucifer y la bestia, San José, DEI, 1991.
SL: El sujeto y la ley, Heredia, EUNA, 2003.
UPA: “Utopía, proyecto alternativo y recuperación del estado de derecho. Mediaciones necesarias para una sociedad en la cual quepan todos” (con Henry Mora Jiménez). Es una versión ampliada del capítulo XIV de Hacia una economía para la vida (HEV), presentada por Henry Mora en el DEI, durante el Seminario de Investigadores y Formadores, en Noviembre de 2005, y en función de la segunda edición de este libro.
VC: La vida o el capital. Alternativas a la dictadura global de la propiedad (con Ulrich
Duchrow), San José, DEI, 2003.
* Departamento de Filosofía de la UCA, San Salvador.
[1] Para la obra de Hinkelammert, remitimos a la lista que colocamos al final. En el texto utilizamos las siglas correspondientes.
[2] En esta línea apuntan las iniciativas prácticas en función de una ética mundial, así como las reflexiones teóricas desarrolladas por diversos filósofos, teólogos, y científicos sociales, entre los que destaca la obra de Hans Küng. De éste pueden consultarse Una ética mundial para la economía y la política, Madrid, Editorial Trotta, 1999; y ¿Por qué una ética mundial? Religión y ética en tiempos de globalización, Barcelona, Editorial Herder, 2002. También es recomendable su compilación de trabajos de diversos autores que apoyan el proyecto, en Küng, Hans (ed.); Reivindicación de una ética mundial, Madrid, Editorial Trotta, 2002.

[3] Para efectos de ilustrar un caso de la realidad salvadoreña, son dignas de mención las diversas experiencias de la economía solidaria, que dan cuerpo a proyectos sociales alternativos y a intuiciones de profundo arraigo humanista. Puede consultarse el trabajo publicado por el Departamento de Economía de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), Economía solidaria, San Salvador, 2005.

[4] Cfr. Fernández Nadal, Estela; “La búsqueda de alternativas a la democracia capitalista. Franz Hinkelammert y la crítica a la racionalidad formal”, escrito inédito (2004), p. 7-8.
[5] En este sentido podemos suscribir las siguientes afirmaciones: “Estoy de acuerdo con Agustín de Hipona, en su Civitate Dei, cuando señala que si de los Estados quitamos la justicia, ‘¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala?’. Y qué podemos decir, desde nuestra situación histórica, de la justicia como condición cualitativa del poder bien ejercido: la justicia está referida al comportamiento de quienes ejercen el poder respetando los derechos humanos de cualquier persona. Por ello, el respeto de los derechos humanos distingue cualquier banda criminal de un Estado y, a su vez, expresa siempre el límite crítico que un Estado no puede traspasar, a condición de incurrir en comportamientos humanamente reprochables como criminales.
Para ello, tenemos que hacer frente al desafío que surge de tres peligros políticos, que debemos superar: primero, el cálculo de vidas; segundo, el maniqueísmo; y tercero, el despotismo como respuesta”. En Senent de Frutos, Juan Antonio; “Guerras, democracia y derechos humanos”, Rábida (Huelva) 23 (2004) 112-113.

[6] La distinción entre instituciones e institucionalidades es aclarada por nuestro autor, en un texto reciente: “Entendemos por ‘institución’, la objetivación, sensorialmente no perceptible, de las relaciones humanas. Podemos distinguir entre instituciones parciales (una empresa, una escuela, una asociación de mujeres, un sindicato, etc.) e ‘institucionalidades’ propiamente dichas. Estas últimas son básicamente dos: el mercado y el Estado. Ninguna de éstas es institución parcial, sino que ambas engloban el conjunto de todas las instituciones parciales; por eso son ‘institucionalidades’ y no simples instituciones parciales: contienen los criterios de ordenamiento de las instituciones parciales” (UPA, p. 9, añadido a la p. 404 de HEV).
[7] Cfr. Assmann, Hugo; “Por una sociedad donde quepan todos”, en Duque, José (Ed.); Por una sociedad donde quepan todos, San José, DEI, 1996, p. 379-391.
[8] Ibíd., p. 389.
[9] En este trabajo, utilizo indistintamente los términos “corporalidad” y “corporeidad”.
[10] Ibíd., p. 388.
[11] Ver también lo planteado en Eco, Umberto; “Cuando entra en escena el otro”, en Cinco escritos morales, Barcelona, Lumen, 1998, p. 99-113.
[12] Cfr. Fernández Nadal, Estela; “La búsqueda de alternativas a la democracia capitalista. Franz Hinkelammert y la crítica a la racionalidad formal”, op. cit., p. 10.
[13] Franz Hinkelammert insiste en que no es el mundo musulmán el lugar de origen de las exhortaciones al suicidio en función de un bien mayor, sino, más bien, el fundamentalismo cristiano de Bernardo de Claraval y su llamado a “la Santa Cruzada”. No obstante, la relación entre el pensamiento antiutópico y las prácticas suicidas de los grupos terroristas de corte islámico nos recuerda lo mucho que tienen en común con los fundamentalismos occidentales. Además, así como no tiene sentido intentar encontrar la base ideológica y prescriptiva de éstos únicamente en la Biblia, es del todo inútil seguir sosteniendo que el origen de los extremistas islámicos se halla fundamentalmente en el Corán.
[14] Un planteamiento cercano al que venimos exponiendo lo encontramos en la necesidad de la historización de los derechos humanos y su articulación con una idea del bien común, en Ellacuría, Ignacio, “Historización del bien común y de los derechos humanos en una sociedad dividida”, “Hacia una conceptualización de los derechos humanos”, “Historización de los derechos humanos desde los pueblos oprimidos y las mayorías populares”, y “El mal común y los derechos humanos”, todos en sus Escritos filosóficos, San Salvador, UCA Editores, tomo III, p. 207-225, 431-432, 433-445 y 447-450, respectivamente.
[15] Acerca de lo institucional y su relación con diversos e ineludibles procesos de “rutinización”, cfr. Luckmann, Thomas; Teoría de la acción social, Barcelona, Paidós, 1996, p. 117ss.
[16] Hume, David; Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Editora Nacional, 1977, p. 764. Nota del autor.
[17] Cursivas mías.
[18] Algunas ideas que vendrían a reforzar mis afirmaciones se pueden consultar en Taylor, Charles; “La irreductibilidad de los bienes sociales”, en Argumentos filosóficos. Ensayos sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad, Barcelona, Paidós, 1997, p. 175-197.
[19] Franz Hinkelammert y Henry Mora definen el sistema de coordinación social del trabajo como “aquel conjunto de relaciones productivas y reproductivas de especialización, interdependencia e intercambio, que se establece entre los actores/ productores/ consumidores de toda economía social y que, en su máxima generalidad, cumple con la función de coordinación de los medios y los fines de que dispone y persigue una sociedad, cualquiera que esta sea” (CST, p. 22). Los autores aclaran que el término tiene un sentido más amplio que el de “división social del trabajo”, el cual se limitaría a las funciones de “especialización, interdependencia e intercambio de bienes y servicios”. La coordinación social del trabajo abarcaría, además, “las mismas condiciones generales para que tal división social del trabajo pueda operar” (CST, p. 22, nota 1). Por mi parte, quiero señalar que no es este el mejor lugar para abundar en el tema, por lo que remito al texto de los autores, así como a sus trabajos más recientes, en HEV.
[20] Una exposición, propia de la ciencia económica, que desarrolla y amplía estas ideas, puede hallarse en Montesino Castro, Mario Salomón; “Desarrollo con racionalidad reproductiva: La reproducción del capital, el problema de la transformación y el intercambio desigual”, en Realidad 98 (2004) 135-183.
[21] Sobre esta manera de entender la necesidad —y la trascendentalidad—, utilizando categorías como “indispensable” e “inevitable”, véase Hoyos, Luis Eduardo; “Trascendental”, en A.A.V.V.; Cuestiones metafísicas, Madrid, Trotta, 2003, p. 89-90; 92-94.
[22] Hay un desarrollo amplio y pormenorizado de estas ideas en “La ética del discurso y la ética de la responsabilidad: una posición crítica”, conferencia pronunciada por Hinkelammert, en el IV Seminario Internacional. A Ética do Discurso e a Filosofia Latino-americana da Libertação. São Leopoldo, Rio Grande do Sul, 29 de septiembre – 1º de octubre de 1993, la cual se encuentra publicada en CES, p. 225-272.
[23] Una definición de “consecuencialismo” la encontramos en Carrasco Barranco, Matilde; Consecuencias, agencia y moralidad, Granada, Editorial COMARES, 2002, p. 1. Sobre las virtudes del consecuencialismo frente a concepciones rigoristas acerca de los valores, cfr. Pettit, Philip; “El consecuencialismo”, en Singer, Peter (ed.); Compendio de ética, Madrid, Alianza, 1995, p. 325. Acerca de los debates en torno a qué tanto toman en cuenta los consecuencialistas los problemas en torno a las instituciones y los principios de factibilidad, pueden consultarse, en el libro de Carrasco, las páginas 137 y 167. También hay matices interesantes a las usuales versiones consecuencialistas —a ciertos utilitarismos, por ejemplo— en Sen, Amartya; Desarrollo y libertad, Barcelona, Editorial Planeta, 2000, p. 45.
[24] Un cierto malestar frente a este indeterminismo es lo que podría estar a la base de la confusión que encontramos en las siguientes palabras de Jordi Corominas, quien, por lo demás, llega a una “conclusión obvia”: “La ciencia social crítica que propone Hinkelammert puede prever un suicidio colectivo, pero de esta previsión no se sigue que es preferible cambiar el sistema y seguir viviendo”. Corominas, Jordi; “La marcha de los Nibelungos y la ética de la responsabilidad de F. Hinkelammert”, 1997, en http://www.uca.edu.sv/deptos/filosofia/depfilosofia.html Claro que, al añadir algunas precisiones, eso “obvio” es relativizado: no se sigue que sea preferible cambiar el sistema y seguir viviendo, a no ser que previamente hayamos hecho una opción por la vida. Es indudable que el comentario de Corominas carece del realismo al que nos venimos refiriendo. Su visión del problema lo deja siempre “de este lado” de una perspectiva subjetiva del mundo y de la realidad, tal como la propone Hinkelammert.

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